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Una familia chilena en Bolivia Por Felipe Luna Hermosilla Llegada a La Paz Recuerdo, a mis cortos cinco años, nuestra llegada a La Paz, Bolivia, con mi madre Edith y mis dos hermanos mayores, Eduardo, 10 años y Andrés, de 6. En el aeropuerto a 4.200 metros de altura sobre el nivel del mar, nos esperaba mi padre, Mario, donde el frío era intensísimo y costaba mucho respirar debido a la altura. También recuerdo vivamente la vista desde el altiplano, con sus enormes montañas y el majestuoso nevado Illimani, dominando la ciudad. Y La Paz, con sus callecitas y su particular comercio que nos inundaba con fuerza de su identidad aymara y quechua, transformándola en una ciudad mágica. Aún tengo en la memoria aquellas mañanas de sábado en el mercado “La Feria”, que frecuentaba toda la familia. Era un lugar lleno de colorido entre vestimentas, frutas y verduras y una enorme variedad de papas que formaban cerros y cerros y dejaban entrever algún bebé sentado por ahí sobre un aguayo y, algún otro, siendo amamantado por su madre. Me acuerdo de mi padre siempre bromeando… ¡típico del chileno! Cuando estábamos en la feria, por ejemplo, y mi papá les tomaba un poco el pelo, yo veía sus caras y se notaba que no les parecía bien, pero cuando se daban cuenta que este señor, con un acento diferente, estaba sólo bromeando, venía la pausa y se producía una espontánea carcajada de la cual todos participábamos. Yo me reía mucho al ver y escuchar reír a los demás. La intensa actividad del lugar funcionaba entre las “rebajitas” y las “yapitas” y los diálogos que, por momentos, fundían castellano, aymara y quechua. En una ocasión, mi padre le preguntó a una “cholita”, vendedora de naranjas: --¿A cuánto están sus naranjas, casera? -- A un peso el kilo, caserito. Al ver que no tenía gran cantidad y estaban muy dulces, mi papá le dice: --¡Ya! Démelas todas. Entonces ella, entre sorprendida y confusa, le responde, con carácter: -- ¡No puesss! ¡Y más rato... ¡qué voy a vender! Esta talla la disfrutamos por mucho tiempo. Mientras tanto fuimos aprendiendo que eran hábiles comerciantes, que vivían entre la ingenuidad y la sencillez de un pueblo lleno de mística ancestral. El colegio y los amigos Más adelante llegaron las experiencias del colegio, los amigos del barrio y las clases de piano, que comencé casi en el momento mismo en que llegué a vivir a ese país y abandoné diez años después, cuando nos mudamos a otra ciudad. En el colegio, los primeros años fueron intensos. Mi mamá, profesora de básica, fue mi maestra de primero a tercero básico, lo que no fue fácil para mí, ya que debía dar el ejemplo. Ella venía con otro estilo, otra escuela. Hacía sus clases llenas de gracia e imaginación, como cuando nos llevaba a los cerros para hacer su clase de ciencias naturales. Tanto los niños como los padres estaban fascinados. Como mi madre no tenía ningún problema en poner nota siete cuando era merecida, comenzaron las envidias: que esta profesora regala notas, que desordena las costumbres, que salen de la sala… que es chilena. Y fue así que mi madre decidió dejar la escuela. Tardíamente, sin embargo, niños y apoderados, lamentaban su decisión e insistían en que una profesora tan querida no podía irse. Pero ella no echó pie atrás, dejó el colegio y no volvió a dar clases nunca más. En fin… Ese año nos cambiamos a un colegio salesiano, sólo de varones. También dejamos, por un tiempo, de asistir a la celebración del Día del Mar, el 23 de marzo, fecha en que Bolivia resalta la historia y los profesores recalcan la pérdida del añorado mar “arrebatado por el tirano y ´roto´ chileno”. Recuerdo que estudiábamos y escribíamos nuestras tareas en unos cuadernos cuya contratapa tenía la consigna: “El mar nos pertenece por derecho… recuperarlo es nuestro deber”. Ello junto al escudo boliviano dibujado sobre un inmenso oleaje. Sin duda el Día del Mar, era para ellos una fecha emblemática, un día en que se exaltaba el orgullo boliviano, un anhelo de lucha, de salir delante, de recuperar lo arrebatado. Para nuestros amigos, y vaya que tuvimos buenos amigos y los seguimos teniendo, era sólo una anécdota del día, pero para muchos otros que no nos conocían y sólo sabían que éramos “los chilenos”, era una oportunidad para insultarnos. Recuerdo una vez, mientras celebrábamos un cumpleaños, sin relación alguna con el colegio, la exaltación patriótica trajo consecuencias inesperadas para mí, como chileno. A esas fiestas siempre asistía con mi hermano Andrés, pero en esta oportunidad fui invitado yo solo. Y la única persona a quien conocía era al cumpleañero y no digamos que éramos muy amigos. El incidente se produjo cuando bajé al jardín a jugar con otros niños. Mientras corríamos para allá y para acá, alguien dijo: él es chileno ¡atáquenlo! Yo, pensando que se trataba de otro juego, seguía corriendo. De repente empiezan a tirarme piedras, por suerte fui más veloz que el resto y logré esconderme. Todo sucedió tan rápido que ni siquiera tuve tiempo para llorar. Un segundo después, la voz cariñosa de una mamá salió al paso aplacando los ánimos: ¡Suban todos, vamos a cantar y a comer torta! Mi madre recuerda que esa tarde llegué a la casa un tanto callado y que luego, entre llantos, le había dicho que nunca más iría a una fiesta sin mi hermano Andrés. Andrés se caracterizaba por hacer justicia y no sólo a favor de sus hermanos, sino también de nuestros amigos. En innumerables ocasiones los defendió llegando, incluso, hasta los puños. Esta historia la guardé por muchos años hasta que un día se la conté a mi hermano y terminamos llorando juntos en una especie de sanación.
“El evento más esperado del año era un viaje a Chile por tierra. Preparábamos nuestro vehículo para las hazañas que como familia debíamos enfrentar en los caminos de entonces, que hacían de esta travesía una verdadera aventura. La ruta La Paz-Arica, tenía tramos de ripio, ríos sin puentes, temperaturas extremas, todo ello sumado a la clásica “apunada del vehículo” al que había que poner a punto… Todo un desafío. Llegábamos a Chile más felices que cansados. Ver el mar era realmente el emblema de estar en nuestra tierra. Recorríamos muchos lugares, nos sentíamos en casa, salvo que la placa del vehículo siempre nos delataba”. "En nuestro primer viaje por tierra a Chile, en la Nissan Urvan, año 1984. Habíamos acampado esa noche en una playa en el norte y estamos ansiosos por partir rumbo a Santiago".
Escolares Porfirio, de 11 años, acompañado de su primo Freddy, son de origen Aymara y viven en Isla Suriki, Lago Titicaca, Bolivia.
Mercado Una comida típica boliviana incluye papas. En Bolivia existen más de doscientos tipos de papas.
“Después de habernos comido una rica trucha, dimos una vuelta por el lago Titicaca. Mi padre toma la foto. Era 1981". Ruta de aventuras La Paz-Arica El evento más esperado del año era un viaje a Chile por tierra. Preparábamos nuestro vehículo para las hazañas que como familia debíamos enfrentar en los caminos de entonces, que hacían de esta travesía una verdadera aventura. La ruta La Paz-Arica, tenía tramos de ripio, ríos sin puentes, temperaturas extremas, todo ello sumado a la clásica “apunada del vehículo” al que había que poner a punto… Todo un desafío. Llegábamos a Chile más felices que cansados. Ver el mar era realmente el emblema de estar en nuestra tierra. Recorríamos muchos lugares, nos sentíamos en casa, salvo que la placa del vehículo siempre nos delataba. No podía faltar la talla o el comentario, bien o mal intencionado, que en varias oportunidades nos dejó marcando ocupado ¿era en buena o no? O el niño que se acercaba a preguntarnos un montón de cosas. Recuerdo uno, y no tan chico, que después de darle varias vueltas al auto y mirar la placa, nos pregunta “si vivíamos en una casa y si conocíamos los baños”. Era natural el desconocimiento total de cómo se vivía en Bolivia en esos tiempos. Nos daban ganas de decirle que, además de tener casa, teníamos la posibilidad de ser socios de un club de tenis, clases de piano, entre otras cosas... En cierta forma nosotros teníamos una vida privilegiada, pero la imagen que se vendía de Bolivia, y del norte de Chile --yo diría que hasta hoy-- era la de una “cholita” junto a su llama en el altiplano. A más de una década de nuestro regreso a Chile, agradezco haber vivido mi infancia en Bolivia, plena y sin temores. También el haber integrado nuevas costumbres y haber hecho grandes amigos. Asimismo, aprendí a mirar a mi propio país, y a mi gente, con cierta distancia y cierta objetividad. Esa cuota de objetividad me ha permitido ver, por ejemplo, que somos una sociedad fuertemente nacionalista que, de vez en cuando se ciega y ensordece con respecto a sus vecinos, impidiéndonos unir lazos, como países hermanos. Pienso que acercándonos a ellos, aceptando tanto “al del lado como al del frente”, nos haría mejores vecinos y, definitivamente, mejores personas. Finalmente puedo decir que esta experiencia me ha enseñado el verdadero significado de algunos de nuestros sentimientos, los prejuicios, las apariencias, la discriminación, la tolerancia, la aceptación. --------------------------------------------------------------------------------------------------------------- Nota de la Redacción Felipe Alberto Luna Hermosilla, de profesión arquitecto, vive hoy en Quebrada de Alvarado, Olmué, con su esposa y tres hijos pequeños. Pueden contactarlo al teléfono celular: 9 8 188 5035. Además de diseñar casas y obras varias a pedido, Felipe es reconocido por sus revestimientos cerámicos y porcelanatos, aplicaciones artísticas que pueden ser instaladas en muros, pisos y fondos de piscinas. Su línea decorativa y funcional se puede ver en www.contempla.cl

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