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Antonia Antileo Ñanco, autora del artículo, en parka negra, junto a María Elena Correa Correa, Periodista. Del Lago Budi a Coaniquem Soñaba con ser profesora pero una noche de invierno todo se vino abajo. Afirmándose en su propia experiencia, 
Antonia nos cuenta cómo logro salir adelante y cumplir sus sueños. Por Antonia Antileo Ñanco, Lago Budi, Araucanía. Sucedió como a las 11 de la noche mientras una tormenta de lluvia, viento y truenos azotaba mi casa en Isla Huapi, en la rivera del lago Budi. Llanquitúe, la pequeña comunidad mapuche Lafkenche donde vivía, está ubicada a 23 kilómetros de Puerto Saavedra, Región de la Araucanía. Recuerdo que esa noche, 29 de mayo de 1995, pleno invierno, yo estaba metida en la cama estudiando, iluminada por un chonchón, lámpara a parafina, cuando me quedé dormida. Pasada la medianoche me despierto entre cuadernos y libros y, al ver la lámpara aún encendida, estiro el brazo para tomarla, pero se me resbala y toda la parafina se desparrama en mi cara, tronco y brazo, inflamándose de inmediato. Salté de la cama, corrí y grité buscando ayuda hasta que se levantó mi padre y rápidamente me envolvió con una frazada apagando el fuego. Después él partió aceleradamente por un camino de barro hacia la casa de Audilio y Alejandro, mis hermanos, a unos dos kilómetros de distancia. Uno de ellos corrió por los cerros, hacia la vivienda del auxiliar-enfermero de la posta en busca de ayuda. Pero cuando llegó y me vio, como a las 07:00 de la mañana, dio media vuelta y partió a la posta a llamar por teléfono al hospital de Puerto Saavedra, por ayuda especializada urgente. Una hora después aparece por fin la ambulancia pero, como en una horrible pesadilla, faltando aproximadamente un kilómetro para llegar a mi casa, se detiene, atrapada en el barro. Mis vecinos entonces, enyugaron rápidamente un par de bueyes y me sacaron en carreta hasta el lugar. El trayecto fue eterno, no podía respirar, sentía que si se demoraban un poco más, iba a morir. Pasado un año de dolorosos tratamientos en tres diferentes hospitales de la región, Temuco, Imperial y Saavedra, ya no podía más. Pero un día Jorge, otro de mis hermanos, me dio una idea ¿por qué no le pedimos ayuda a la señora Martita Larraechea de Frei, esposa del Presidente de la República de la época? Con ayuda de una amiga asistente social le enviaron una carta solicitando que las cirugías y rehabilitación que yo requería, se realizaran en la Corporación de Ayuda al Niño Quemado, Coaniquem, el centro médico especializado más importante del país. Y, lo que parecía casi imposible, ¡resultó! Acogida en Santiago Trasladarme desde una tranquila localidad campesina del sur de Chile, al bullicio y tráfico de la gran ciudad, a los 17 años, con una depresión terrible y un estado de ánimo absolutamente inestable, fue un martirio. En muchas oportunidades me desmoroné. Pero sabía que para salir adelante y lograr mi recuperación, tenía que luchar y levantarme cuantas veces fuese necesario. Mi primera salida de Coaniquem fue al Hospital Clínico San Borja Arriarán, acompañada por uno de mis hermanos. Iba con el cuello y mentón pegados, el brazo derecho retraído por las cicatrices y sin poder estirar los dedos de mi mano izquierda, entre otras falencias funcionales. En adelante, a pesar de las condiciones en que me encontraba, debí aprender a moverme por Santiago, sola. Para realizarme los tratamientos, conocidos como cirugías de reparación, debía viajar a través de la ciudad, saber qué micro tomar, subir, pagar y bajarme sin ayuda. Sentía que iba a desfallecer. Creía que quizás no iba a ser capaz de valerme por mí misma y una intensa sensación de soledad me carcomía el alma. Pero dentro de mí, sabía que la lucha por mi recuperación tenía que darla y eso debía ser día a día. También, al igual que cualquier persona joven de mi edad, tenía ilusiones, metas y sueños. Esas cosas eran para mí como pequeños tesoros que aparecían en medio de la incertidumbre y llenaban mi espíritu y me impulsaban a seguir. Fue así que habiendo terminado los tratamientos más complejos, en un momento de optimismo, decidí matricularme en un liceo vespertino. Después de dos años enfocada en mis estudios, terminé la enseñanza media, ingresando al Instituto Técnico Profesional PROPAM. Una vez terminados mis estudios volví al centro medico para rehabilitación. Cumplí los 22 años en la casa de mis hermanos en Santiago, pero en el fondo de mi corazón añoraba mi hogar, la cercanía de mis padres y la visión del lago Budi. Y así, en un estado emocional de altos y bajos, entre cirugías de reparación y clases, permanecí siete años en Santiago.
Regreso a mi tierra Pero al volver a controlarme los médicos me informaron que, debido a los intensos tratamientos a que había sido sometida y a los años de estudio, mi cuerpo se había debilitado y las defensas habían bajado peligrosamente. Y que, a consecuencia de este debilitamiento general me atacaron bacterias que provocaron el colapso de las grandes cirugías. En estas circunstancias debían volver a rehacer las cirugías de reparación pero mi cuerpo estaba tan débil que el médico no tenía de dónde sacar piel para los injertos que faltaban. La única solución era permanecer tres meses en aislamiento absoluto. Fue tan doloroso este periodo que prometí a Dios que, saliendo de esta situación, no volvería, por un buen tiempo, a entrar nuevamente a un pabellón. Tan pronto fui dada de alta, el año 2001, preparé mi bolso y regresé a mi Budi querido. Allí pude estar tranquila algunos meses y sentir al fin el calor de hogar, la cercanía de mis padres y la alegría de estar junto a mis dos hermanas menores. Sin embargo nunca me desligué de Coaniquem pues debía regresar cada cierto tiempo a realizarme controles. Cumpliendo los sueños Así fue que el 2005, para el aniversario de la fundación Coaniquem, fui invitada a compartir mi testimonio de vida. En esa oportunidad confesé a los presentes, algo que soñé por largos años: “yo quiero entrar a la universidad y estudiar pedagogía en enseñanza básica”, les dije. Sin embargo, cumplir mi sueño no sólo me exigiría enfrentar la sociedad con evidentes cicatrices y estudiar tanto como cualquier otro alumno, pero también, necesitaba encontrar un trabajo que me permitiera solventar los gastos. Por momentos, la idea me llenaba de entusiasmo pero luego me abrumaban las dificultades que enfrentaría para llevarla a cabo. Me imaginaba viviendo en el Budi y pensando ¿cómo voy a poder viajar desde mi casa, un sector rural, con escasa o nula locomoción, hasta la Universidad en Temuco, unos 125 kilómetros de distancia, y volver? ¿Tal vez tendría que viajar a dedo desde el Huapi hasta Saavedra, 23 kilómetros, para luego tomar un bus a Temuco, diariamente, incluyendo la fría y lluviosa temporada de invierno? Los primeros años en mi hogar fueron terribles. Mi larga estada en Santiago me había desconectado totalmente de mi gente. No conocía a nadie en Saavedra donde recurrir en caso de necesitar alojamiento. Había conseguido un trabajo estable cerca de mi casa pero el sueldo, como encargada de la biblioteca era mínimo, apenas me alcanzaba para cubrir gastos básicos. ¿Qué hacer? Si pudiera obtener una beca… Y, gracias a Dios, la beca llegó de la fundación española Maite Iglesias Baciana, gestionada por mi amiga María Boris. Esta ayuda, vital en estas circunstancias, se debió a que creyeron en mí y en mi sueño. Aun así fueron años muy difíciles. ¿Debía continuar con mis planes? La verdad es que tenía miedo, aunque sabía que nadie me estaba obligando. Pero la decisión estaba tomada y mi meta, terminar la carrera, seguía intacta. En esos años conocí a Atalaya Imio, una joven de mi edad con quien pronto nos hicimos grandes amigas. En el año 2005 su madre, la tía Rosita, me acogió como una integrante más de la familia. El cariño y agradecimiento que guardo por ellas nos unen hasta hoy. Actualmente estoy titulada y hasta mayo de este año trabajé a cargo de la Biblioteca Pública Ruca Raqui de Llanquitúe, Lago Budi. Dirigí la Asociación Inaleufu Budi, que abarca las nueve comunidades mapuche del lago en isla Huapi, y estuve a cargo de la Asociación de Asistentes de Educación Municipal de Saavedra.
Actualmente estoy radicada en Galvarino, donde soy la encargada de educación diferencial en una escuela rural en la comunidad Llufkentue. Después de seis años de estudio en la Universidad Central de Chile, de Temuco, egresada y a la espera del título, fui invitada nuevamente a Coaniquem, para compartir mi testimonio. En esta segunda oportunidad pude decir con profunda alegría que ya era profesora y que la experiencia vivida me dejó muchas enseñanzas, como por ejemplo: que ningún accidente por terrible que sea debiera quitarle a uno el sueño de su vida; que con fe y perseverancia todo se puede lograr; que nadie ha dicho que vivir es fácil; que la lucha por la vida hay que darla, día a día, con perseverancia y fe en el creador de este universo. Ahora como profesional, aparte de trabajar, estoy escribiendo un libro con el titulo tentativo de Antonia más allá del dolor. Quiero que este trabajo sea mi legado a la sociedad y una fuente de ayuda real y positiva para cualquier persona. ----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- Nota de la Redacción: Antonia fue elegida en 2011 entre las 100 mujeres telecentristas del mundo (sólo 30 de Latinoamérica) por la comunidad global telecentre.org. Ello por el trabajo que realizó de 2005 a 2013 en la Biblioteca Ruca Raqui, contribuyendo a la alfabetización digital y al desarrollo comunitario. Antonia es colaboradora de Chile Real.

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